
Hija del barón de Breteuil, un diplomático culto; marquesa de Châtelet por su matrimonio con un militar tolerante; amante de Voltaire y amiga de personalidades de la época, Gabrielle-Émilie fue una de las mujeres más destacadas de la Ilustración francesa del XVIII. Su talento y curiosidad la llevaron a interesarse por todas las manifestaciones artísticas, a traducir obras clásicas y a escribir ensayos de divulgación científica.Esta entrada debe mucho al artículo de Fernando Savater, Madame Voltaire.

La divina Émilie fue pionera en ser una mujer culta y llevar una vida libre. Además de a su talento y su coraje intelectual, se lo debió a su padre: el barón de Breteuil, un diplomático que la educó como a un hombre en cuanto se dio cuenta que era tan lista, o más, que la mayoría de hombres que conocía. Este hecho convirtió a Émilie en una defensora del derecho a la educación para las mujeres:
“Si yo fuera el rey, reformaría un abuso que condena por así decir a la mitad del género humano… Haría participar a las mujeres en todos los derechos de la humanidad y sobre todo en los del intelecto… Estoy persuadida de que muchas mujeres o ignoran sus talentos, por el vicio de su educación, o los esconden por prejuicio y falta de coraje en su espíritu”.
A los diecinueve años la casaron con Florent Claude, marqués de Châtelet, y tuvo suerte porque el marqués era un militar simple pero tolerante, que admiraba sinceramente a su mujer y le concedió toda la libertad que en la época era compatible con el buen tono. Al marqués le dio un heredero y una hija, de los que se ocupó sin entusiasmos maternales desbordantes pero sin descuido.

La marquesa era sabia, no sólo porque era cultivada y lista sino porque supo compaginar deber y placer. Tradujo “La fábula de las abejas” de Mandeville, y escribió “Instituciones de física”, un libro de divulgación, a lo que se dedicaron muchas mujeres que eran conscientes de la dificultad que ellas, pero también los hombres, tenían para comprender el saber científico. Este libro lo escribió para su hijo de doce años y en él combinaba la metafísica de Leibniz con las nuevas ideas de Newton.

La marquesa admiraba mucho a Voltaire y por fin, con veintiocho años conoció a un cuarentón Voltaire. En el castillo de Cirey se prepararon un refugio de estudios y amores, con la benévola comprensión del tolerante marqués. Su relación se basó en su pasión por la conversación sobre temas diversos, el teatro, la lectura de los clásicos y de los modernos, hacer experimentos de física y química, criticar a los pedantes y coquetear con todo el mundo. Voltaire la admiraba y sentía una especie de ternura por su lado más femenino (la llamaba “Madame Newton-Ponpon”).

En dos pasiones de ella diferían: en el juego de naipes y en su entrega al arrebato erótico. Para la marquesa la pasión era algo vital:
“Pasiones tendríamos que pedirle a Dios si nos atreviéramos a pedirle alguna cosa… Supongamos, por un momento, que las pasiones hagan a más personas desgraciadas que felices; digo que, aún así, seguirían siendo deseables, porque es la condición sin la cual no se pueden gozar grandes placeres; y no merece la pena vivir si no es para tener sensaciones y sentimientos agradables; y cuanto más vivos son los sentimientos agradables, más felices somos”.
La falta de pasión de Voltaire, la condujo a Saint-Lambert, diez años más joven que ella y que la deja embarazada. Guarda para ella sus peores presagios porque, dada su edad, era mal asunto el parir y se da prisa en acabar su traducción de los “Principia” de Newton. En septiembre de 1749 da a luz a una niña sana, pero ella muere de fiebre puerperal a punto de cumplir los cuarenta y tres años.
Admirable mujer, sabia, culta, apasionada y que supo encontrar hombres que la respetaron y la consideraron una igual hace poco más de trescientos años.