La lectura de Claus y Lucas, que reúne tres novelas
editadas de forma separada y reunidas en
este volumen, me impresionó de tal manera que tenía previsto leer alguna obra
más de esta autora, muy poco prolífica en todo caso. La primera frase de esta
obra, recogida en un pequeño artículo en la prensa: Leo. Es como una enfermedad, me perturbó porque me vi reflejada en
ella más allá de lo que significara para Agota y de lo que significa para mí.
La analfabeta está formada por breves
textos, a modo de redacciones como dice la autora, que dan un total de 35
páginas. En la edición que he leído viene precedida por un interesante prólogo
de Josep Maria Nadal Suau.
Agota exiliada en Suiza,
trabajaba en una fábrica de relojes y su pequeña hija se quedaba en la
guardería del trabajo donde le hablaban en francés…
Por la noche, vuelvo con mi hija. Mi niñita me mira con los ojos como platos cuando le hablo en húngaro.En una ocasión se puso a llorar porque yo no la entendía; en otra ocasión, porque era ella la que no me entendía.Cinco años después de haber llegado a Suiza, hablo francés, pero no lo leo. Me he convertido en una analfabeta. Yo, la que sabía leer cuando tenía cuatro años (56).
Sobre la autora escribí en
la indicada reseña.
De Agota Kristof admiro su
valentía al afrontar una vida que confiesa infeliz y que la convierte,
amargamente, en una analfabeta:
No he escogido esta lengua. Me ha sido impuesta por el destino, por la suerte, por las circunstancias.Estoy obligada a escribir en francés. Es un desafío. El desafío de una analfabeta (57).
Su debate interno lo
comprendo porque yo también vivo entre dos lenguas, una de ellas con una carga identitaria que se ha manifestado de forma exacerbada en los dos últimos años. Me disgusta profundamente que se convierta una lengua, o cualquier otro aspecto cultural, en señas de identidad nacional con las que no me identifico (quienes me conocen saben de mi vocación cosmopolista y anacional), de tal manera que una lengua que acepté de buen grado y que me preocupé por hablar, ahora me genera rechazo y me provoca un debate interno para librarla de la carga ideológica con que la han convertido en imposición. No es este el tema y prosigo con la reseña.
La pobreza de la adolescencia de Agota la condujo a un internado socialista a los catorce años porque su madre no la podía mantener, ni a ella ni a sus dos hermanos. Un matrimonio, al que no le dedica apenas una referencia, la convirtió en madre a los veintiún años y la condujo a la decisión de huir de Hungría por motivos políticos. Su única compañía en este periplo de desgracias eran las palabras, las historias que escribía y los libros.
La pobreza de la adolescencia de Agota la condujo a un internado socialista a los catorce años porque su madre no la podía mantener, ni a ella ni a sus dos hermanos. Un matrimonio, al que no le dedica apenas una referencia, la convirtió en madre a los veintiún años y la condujo a la decisión de huir de Hungría por motivos políticos. Su única compañía en este periplo de desgracias eran las palabras, las historias que escribía y los libros.
¿Cómo habría sido mi vida si no hubiera dejado mi país? Más dura, más pobre, pero también menos solitaria, menos rota; quizá feliz.De lo que sí estoy segura es que hubiera escrito lo que fuera en cualquier lengua (47).
Sus historias están escritas
con un cuidadoso lenguaje, pero con un tono tan escueto y desnudo que nos
transmite una sensación de vacío inconmensurable. Un vacío forjado en el
hambre, el totalitarismo, la falta de libertad y, para liberarse de todo ello,
el desarraigo, la pérdida de su pertenencia a un pueblo, el desierto social y
cultural y la infelicidad. Un testimonio tan verdadero que es imposible no
apreciar a esta mujer de rasgos cincelados y sobrios que nos mira desde una
distancia inmensa y cercana a la vez.