Casualidades-causalidades,
he estado leyendo a la vez a dos coreanos, algo que no es nada común, esta
novela y los excelentes ensayos de Byung-Chul Han, filósofo que reside en
Berlín desde hace años.
De nuevo fue una reseña de Agnieszka la que me llevó a esta obra de 311 páginas y
de sugerente título que resalta la condición de
quienes protagonizan la novela. El narrador, guardia y prisionero,
acepta su encarcelamiento, tras acabar la II Guerra Mundial, porque entiende
que su mayor crimen fue:
(…) no hacer nada. No impedí la muerte innecesaria de personas inocentes. Guarde silencio ante la locura. Me tapé los oídos para no oír los gritos de los inocentes (p. 8).
Lee
Jung-Myung, autor surcoreano, es toda una celebridad en su país donde ha
publicado varias novelas. El guardia, el poeta y el
prisionero, es la primera que ha sido traducida al español.
La novela se divide en dos
partes subdivididas en capítulos breves de bellos títulos, contiene además un
prólogo titulado, “Las cosas desaparecidas hace tiempo brillan como
luciérnagas”. En este preámbulo dice el narrador que la historia no trata de él, sino de la destrucción de la humanidad que entraña la
guerra, de personas que carecen de humanidad y de los hombres más puros. Y
añade:
Mi historia trata de dos personas que se conocieron en la cárcel de Fukuoka. (…) Un preso y un guardia; un poeta y un censor (p. 8).
En efecto, hay dos
protagonistas, Sugiyama Dozan, guardia y censor, y Yun Dong-Ju, preso y poeta.
Un japonés que ejerce la violencia en su condición de guardia, amparado por el
expansionismo del Imperio japonés, contra los presos coreanos considerados
peligrosos por sus ideas y la defensa de su identidad. El asesinato del
primero, impensable en una cárcel de alta seguridad, provoca que el narrador
entre en escena encargado de descubrir al culpable. Mientras se producen las
indagaciones, desfilan ante nuestros ojos las mayores crueldades contra
inocentes considerados inferiores: violencia, experimentos médicos, despojo de
su condición de seres humanos al ser abandonados al frío, al hambre e incluso despojados
de su identidad.
Me costó meterme en la
historia pese a los muchos aspectos atractivos que contiene, no es el menor mi
desconocimiento del maltrato de los japoneses a los coreanos, uno de los
primeros países que ocupó Japón en su expansionismo territorial (1910) mucho antes
del inicio de la II Guerra Mundial. Pero, poco a poco, el poder de la palabra
que Lee Jung-Myung convierte en protagonista de su
historia me fue atrapando. La poesía de Yun Dong-Ju, un autor que
existió en la realidad, se convierte en el mejor antídoto contra las desgracias
y en la única posibilidad de salvación.
Los libros me protegían de las rebeliones del momento y de mi angustia respecto al futuro (p. 29).
Los versos, como una cometa
que vuela en el cielo recortado de la prisión, pueden convertirse en optimismo
e ilusión. El gran peligro de los poetas es que creían que podían cambiar a la gente y el mundo. Por eso la necesidad de
censores que incineraran las palabras y dejaran a los escritores sumidos en la
desesperanza, abandonando su deslumbramiento por sus astutos versos y contaminados por el anarquismo (p. 102).
La poesía es un templo de
palabras (p. 134).
Ese es el mensaje de los
presos coreanos, el mensaje de los seres humanos, de los inocentes, de los
hombres más puros:
(…) los libros seguían vivos, pues habían echado raíces en el corazón de los hombres. Seguían vivos dentro de los muros de esa cárcel brutal (p. 250).
El guardia, el
poeta y el prisionero, habla de los libros que, quizás, deberían ser salvados
en una situación de extrema violencia en contra de las personas. De entre todos
ellos me quedo con un largo fragmento de Rilke sobre la poesía del que recojo
un pequeño fragmento para concluir esta reseña:
Porque los poemas no son, como cree la gente, sentimientos (…), sino experiencias. Para escribir un solo verso tienes que haber visto muchas ciudades, muchas cosas y a muchas personas (…). Has de tener recuerdos de muchas noches de amor, muy diferentes unas de otras, de gritos en la sala de partos y de parturientas dormidas, tranquilas y pálidas, que se cierran. (…) Solo cuando se convierten en la sangre que corre por nuestras venas, en mirada y en gesto, cuando ya no tienen nombre y son indistinguibles de nosotros mismos, solo entonces puede suceder que, cuando menos lo esperes, se eleve entre ellos la primera palabra de un verso (pp. 236-237).
No sé si habré logrado
contagiaros el deseo de leer esta hermosa novela en la que convive lo peor y lo
mejor del ser humano, apenas he apuntado todo lo que contiene, pero cierro ya
esta reseña con la confirmación de que he elegido algo certero en la vida: la
palabra enlazada en narraciones y versos.