viernes, 24 de abril de 2015

“ENTRE AYES Y AMOR MÍO”. FEDERICO ANDAHAZI, El anatomista.


No soy capaz de recordar cómo llegué a este libro, que le guste tanto a Carlos Alberto me induce a pensar que quizás fue él quien me lo recomendó. El anatomista es una novela de 282 páginas cuyo título hace referencia al oficio de su protagonista, Mateo Colón, que ejercía su oficio en los Estados italianos del siglo XVI. 
Mateo Colón era, eminentemente, italiano; hijo de la plástica, de la gala y el ornamento. Hijo pródigo de aquella Italia en la que todo, desde las cúpulas de las catedrales hasta el vaso donde bebía el labrador, desde los frescos que adornaban los palacios hasta la hoz con la que el campesino hacía la siega, desde los capiteles bizantinos de las iglesias hasta el cayado del pastor, todo, era de una factura prodigiosa (p. 34). 
Federico Andahazi (Buenos Aires, 1963), estudió psicología en la ciudad en la que nació y trabajo muchos años como psicoanalista hasta que en 1989 escribió su primera novela, que permanece inédita, y que lo condujo a la escritura. El anatomista (1996), que ganó el Premio Amalia Lacroze, generó una importante polémica en los medios de comunicación porque su mentora, la susodicha Amalia Lacroze, consideró que no respondía al objetivo por el que había sido creado el premio: «exaltar los más altos valores del espíritu humano». Pese a ello su obra alcanzó gran popularidad y fue traducida a treinta idiomas. 


La novela, ambientada en el Renacimiento y, especialmente, en Venecia, describe la vida de uno de los médicos más sobresalientes de su época, sus investigaciones, su descubrimiento del Amor Veneris (el clítoris), su pensamiento, la aplicación de descubrimientos científicos a las mujeres condicionados por el discurso de género que acusaba a las mujeres de “pecadoras” y el control, por parte de la Inquisición, de cualquier descubrimiento considerado peligroso para el monopolio que ejercía sobre la fe, la vida de los creyentes y la propia ciencia. 
Lo que quiero deciros es que el proceso de excitación sexual de la mujer no se inicia en los órganos sensoriales por la visión de un hombre, sino que se da espontáneamente y de manera natural, y tiene origen en el interior del cuerpo y, más precisamente en el órgano que ya os he descrito [el Amor Veneris]. La mujer es, siempre, el objeto del pecado (p. 213). 
Resulta curioso que un científico, como lo era Mateo Colón, enamorado de la bellísima prostituta Mona Sofía, emprenda la búsqueda de alguna pócima, algo totalmente acientífico, que le permita conseguir su amor: 
No anhelaba la comprensión de las leyes generales que gobernaban el oscuro proceder femenino, sino apenas, un lugar en el corazón de una mujer (pp. 60-61). 
Mientras buscaba la solución a su incomprendido amor, encuentra en otra mujer, Inés de Torremolinos, su América, su dulce tierra hallada, el clítoris. Una mujer nacida en Castilla que acabó abanderando, en 1559, la casta de putas más perfecta del Mediterráneo (p. 265) basada en la ablación del clítoris para poder ser, según las enseñanzas de Mateo Colón, dueñas de su corazón y de su emancipación. Cuando el anatomista sistematiza y describe su descubrimiento, tendrá que afrontar las envidias académicas y al temible poder de la Inquisición. El autor, en una deficiente traducción, relata de forma ágil, y utilizando la intriga en la descripción del proceso, una historia interesante en la que logra mezclar la tragedia, que suponían los procesos por brujería, y la ironía presente en mucho momentos.

viernes, 17 de abril de 2015

MARCEL PROUST, La parte de Guermantes. En busca del tiempo perdido III.

Tras la lectura del primer y segundo volumen de esta inmensa obra, no tenía claro continuar su lectura, pero junto con Carlos y Yossi  iniciamos su lectura a principios del mes de marzo y así quedó recogido, en gran parte, en el espacio que editamos para ir compartiendo impresiones.


La novela está dividida en dos partes que sitúan la segunda en la página 365 de 694, dividiendo la segunda parte en dos capítulos cuyo contenido detalla a diferencia de la primera parte.

Marcel, el narrador, vuelve a estar en París, en un piso de un edificio de los Duques de Guermantes desde cuyas ventanas y, a través de la criada, Françoise, observa las idas y venidas de esta familia de  la antigua nobleza.
La visita a Saint-Loup, su amigo, nos castiga con más de ochenta páginas cuarteleras en las que habla de los militares masones que no se confiesan y que aparecen como "patateros" y de "aspecto hosco de brigadas"; de tácticas militares; del capitán Borodino despreciado por ser noble de la época del Imperio napoleónico y todo ello aderezado con referencias breves a socialistas utópicos como Saint-Simon y Proudhon, el proceso Dreyfus y las desventuras amorosas de Saint-Loup.

La vuelta a París, provocada por el deseo de ver a su abuela, nos situará en los salones parisinos de la aristocracia, siempre despreciativa con la burguesía y el servicio. Su atracción hacia Oriane (la Sra de Guermantes) no le impide enamorarse aquí y allá de otras mujeres y observar los comportamientos de quienes convierten los salones en su vida de relación.

Destacaría las reflexiones que realiza Marcel sobre Rachel, la amante de Saint-Loup; sobre la Sra de Villeparisis, literata y de mala conducta; sobre el Sr. Charlus que le recomienda no ir a las reuniones de la alta sociedad; y, naturalmente, sobre el carácter de los Guermantes. Algunos momentos interesantes se producen alrededor del teléfono y las puertas giratorias. La muerte de su abuela y la enfermedad grave de Swann son aspectos relevantes por la importancia de estos personajes en los volúmenes anteriores.


El caso Dreyfus que conmocionó a la sociedad francesa entre 1894 y 1906, junto a la referencia a la guerra ruso-japonesa (1904), sitúa la trama, lenta y monótona, en estos años iniciales del siglo XX.

Marcel, tras recordar con todo lujo de detalles este ambiente aristocrático que tanto admiraba por la remembranza del  pasado medieval, acaba confesando que no escucha las conversaciones y que en realidad solo buscaba en ellas, placer poético. Dice Carlos, y coincido con él, que es una novela demasiado extensa para la trama que contiene, tan recargado en sus descripciones que resulta una lectura aburrida, si bien contiene algunas frases llenas de ingenio.  Y el tema que trata resulta para esta época poco interesante, al centrarse en esa aristocracia, ociosa, viciosa, sin oficio conocido, temerosa del trabajo, que se cree poseedora de unos derechos de nacimiento y que es profundamente clasista y antisemita.

Lo más interesante de la novela son las reflexiones que le sugieren sus recuerdos de ese tiempo perdido y rememorado. Su reconocimiento de que la idea de perfección es la idea por la que habría sacrificado mi vida. Esa idea era el primer motor de sus sueños (p. 56). Otra reflexión interesante es que:
Sentimos en un mundo y pensamos, nombramos, en otro, podemos establecer entre ellos una concordancia, para no colmar el intervalo. (…) Es que la diferencia que hay entre una persona, una obra marcadamente individual y la idea de belleza, existe también –y es grande- entre lo que nos hacen sentir y las ideas de amor, de admiración. Por eso, no las reconocemos (p. 61).
La llegada de la primavera resalta su capacidad para las descripciones de la naturaleza y para la delicadeza del lenguaje:
Entretanto, el invierno tocaba a su fin. Una mañana, después de unas semanas de chubascos y tormentas, oí en mi chimenea -en lugar del viento informe, elástico y sombrío que me daba ganas de ir al borde del mar- el arrullo de las palomas que anidaban en la muralla: irisado, imprevisto como un primer jacinto que desgarra suavemente su corazón nutricio para que de él brote -malva y satinada- su sonora flor e introductor -como una ventana abierta, en mi habitación, aún cerrada y negra- de la tibieza, el deslumbramiento, la fatiga de un primer día hermoso (p. 167).
Una curiosa afirmación sobre las mujeres:
Determinadas mujeres, hijas de la actitud, deben ir acompañadas de una gran cama en la que encontramos la paz junto a ellas, mientras que otras, para ser acariciadas con una intención más secreta, necesitan las hojas al viento y las aguas en la noche, son ligeras y huidizas como éstas (p. 450).

Y como no quiero alargar más esta reseña, para no provocar el cansancio y el aburrimiento, lo dejamos aquí añadiendo las muchas dudas sobre si continuaremos con el cuarto volumen.

viernes, 10 de abril de 2015

PASCAL MERCIER, Tren nocturno a Lisboa.

Cuando leí la reseña que hizo Agnieszka (he sido incapaz de encontrarlo entre sus etiquetas), supe de inmediato que tenía que leerlo. Y ahora sé que, en efecto, así era.


Ya en su primer capítulo caí en las redes de Gregorius, un bienjestorio como decía Joyce, un erudito maravillosamente aburrido, seco que para algunos parecía estar hecho sólo de palabras muertas, al que algunos colegas, envidiosos de su prestigio, llamaban “El Papiro” (p. 19). Ese erudito mostrará su capacidad para desmontar toda su vida al conocer brevemente a una mujer con abrigo rojo, desgarrada entre el amor y el odio, en el puente de Kirchenfeld (Berna).

Gregorius se dio la vuelta y caminó lentamente en dirección al puente de Kirchenfeld. Cuando el puente se hizo visible, tuvo la extraña, inquietante y a la vez liberadora sensación de que estaba a punto de tomar del todo las riendas de su vida, por primera vez a la edad de cincuenta y siete años (p. 25).

Que pudiera coger un tren nocturno a Lisboa (de ahí el título), y marchar de Berna, era para alguien como él una ruptura total puesto que su ciudad era una concha, una cueva habitable, un edificio seguro. Todo lo demás significaba peligro (p. 33). No desvelaré el porqué.

La novela de 525 páginas en la edición de bolsillo que encontré, temo que tiene algunos fallos de traducción que no perjudican su lectura pero, a veces, incomodan.

Pascal Mercier, seudónimo de Peter Bieri nació en Berna en 1944. Estudió filosofía, filología inglesa e indología en Londres. Su trabajo posterior se ha orientado hacia la filosofía de la mente, la epistemología y la ética. Actualmente es profesor de filosofía del Lenguaje en Berlín. Escribió su primera novela, no traducida al castellano, en 1995; Tren nocturno a Lisboa la publico en 2004 y fue traducida al castellano en 2012.


Tras conocer a la mujer del abrigo rojo, que resulta ser portuguesa, Gregorius encuentra por azar, un libro de un desconocido Amadeu de Prado y toma la decisión espontanea de marchar a Lisboa. Allí encontrara a diversas personas, con los que el autor construye una galería de magníficos personajes, que conocieron a Prado, un médico que colaboró con la Resistencia a la Dictadura de Salazar. Prado, un hombre que tenía una postura paradójica con respecto a muchas cosas, volcó su pensamiento y sus emociones en unas páginas que nos introducen en un laberinto de reflexiones sobre la vida, la amistad, la lealtad, la coherencia personal, el amor y la literatura.
Existía la gente que leía y las otras. Enseguida se notaba si alguien era lector o si no leía. No había entre los seres humanos una diferencia mayor que ésa. La gente se quedaba perpleja cuando él afirmaba tal cosa, y algunos sacudían la cabeza ante su excentricidad. Pero así era. Gregorius lo sabía. Lo sabía (p. 103).
La historia narrada está intercalada por fragmentos de los escritos de Prado en cursiva.
¿Cómo podemos ser felices sin la curiosidad, sin las preguntas, sin la duda y los argumentos? ¿Cómo podemos serlo sin la satisfacción del pensar? (p. 210).
¿Qué sabemos de alguien sino sabemos nada de las imágenes que provoca su fuerza imaginativa? (p. 339).
A través de Prado el autor indaga en las mil y una concesiones que el ser humano lleva a cabo para huir de la soledad, de la diferencia, de la censura social. ¿Qué sucedería, dice de nuevo Prado, si fuéramos fieles a nosotros mismos? ¿Por qué perdemos el tiempo en banalidades y dejamos aparcados deseos largamente acariciados para un tiempo posterior que luego nunca llega?
Y es que hay cosas demasiado grandes como el dolor, la soledad y la muerte, pero también la belleza, lo sublime y la felicidad (p. 498). Si no nos entregamos a la creencia en los dioses que nos proponen las religiones, solo nos queda la poesía de la vida individual.
De la poesía no se hablaba con entusiasmo. La poesía se leía. Se la leía con la lengua. Se vivía con ella. Se sentía la manera en que nos conmovía y nos transformaba; la manera en que contribuía a dar una forma a la propia vida, una coloración, una melodía (p. 498).

Una lectura inolvidable que nos asalta con preguntas sinfín y que nos turba con las reflexiones de los múltiples personajes que la pueblan y que plantean esos temas eternos que nos inquietan y nos permiten alcanzar la satisfacción del pensar.

viernes, 3 de abril de 2015

RICHARD ELLMANN, James Joyce.


Cuando decidí buscar esta biografía lo hice pensando que conocer a Joyce me permitiría comprender mejor sus obras y lucirme con una súper reseña en la que trazaría los rasgos principales de su vida. Tras leer sus 834 páginas, que se amplían con notas y bibliografía a 942, no me siento capaz de tal proeza.
La lectura de esta larga y documentada biografía clarifica mucho de la personalidad de Joyce y de su literatura. Sus páginas van desgranando con minuciosidad las peripecias vitales del niño, del adolescente, del joven y del adulto, que van forjando un carácter tozudo, persistente, confiado en su genialidad, arriesgado y aventurero, polemista, bebedor infatigable, lleno de vida y de humor.
Su oscuro y fuerte cabello, partido por la mitad cuando se dignaba peinarse, y su terco mentón eran los dos rasgos más recios de un rostro que por lo demás parecía delicado, con su nariz afilada, pálido ojos azules y su boca ligeramente fruncida. Su rostro era más bien expresivo. Su miopía empezaba a conferirle personalidad y, en lugar de forzar la vista o de llevar gafas, adoptaba una mirada de indiferencia. Era delgado y al final de su vida apenas aumentó de peso (pp. 82-83).
De la misma manera que se repasa su personalidad, sus relaciones familiares (en las que su mujer Nora tiene un papel fundamental en su vida) y sus amistades y enemistades, se repasa el origen y concepción de todas sus obras y cómo llevó a cabo el proceso de escritura. De su lectura se deriva la importancia que tenían para Joyce los mil y un detalle de su vida cotidiana que iba insertando en sus obras y que es imposible conocer en su totalidad para poder comprenderlas.
Visto desde nuestros días, parece claro que el “Monstruo” como llamó Joyce varias veces a Finnegans Wake, tenía que ser escrito, y que él debía escribirlo. Es posible que en la actualidad haya lectores que se quejen de que su autor no decidiera hablarles más directamente, pero parece que esa posibilidad no existía para él. En sus narraciones de Dubliners, Joyce había explorado la conciencia del hombre despierto desde fuera. En A Portrait y Ulysses  había llevado el examen desde dentro. Y había empezado a tratar, aunque sólo muy cautelosamente, la mente dormida. Ante él quedaba, como muy bien sabía en 1922, todo ese mundo casi completamente inexplorado (p. 802).
En estas páginas queda descrito un escritor excepcional que apenas triunfó en vida aunque empezó a ser reconocido, un hombre que se negó a volver a su país, un ser humano que cambió de vivienda y de ciudad (Pola, Roma, Trieste, Zurich y París) cuando las circunstancias económicas, políticas o personales lo conducían a hacerlo. Un marido y padre de familia preocupado por los suyos y despreocupado de sus rutinas. Una vida marcada por la provisionalidad y la desorganización pero que siempre tuvo un objetivo preciso: ser escritor y difundir su obra pese a los muchos inconvenientes con los que tropezó. Una personalidad contraria a los convencionalismos burgueses, extravagante, despreocupada de acontecimientos tan graves como las dos guerras mundiales, dolorido por la enfermedad mental de su hija Lucía y en eterna discusión con su hermano Stanislau. Quejoso de sus múltiples enfermedades entre las que destaca la temida ceguera.


Después de tantos meses de lectura de esta biografía tengo anotados fragmentos en decenas de hojas en las que aparecen indicaciones que me han parecido interesantes y que no puedo reproducir porque sus dimensiones acabarían aburriendo, si no lo he hecho ya, a quienes han llegado hasta aquí.

Mi admiración por James Joyce no puede crecer más, queda arraigada en mí, convirtiéndose para siempre en uno de los escritores cruciales de mi vida lectora.