
CONTRAVENCIÓN DE UNA NORMA INTERNA DEL BLOG
Me había prometido a mi misma, esa es la norma que contravendré ahora, no escribir sobre temas excesivamente serios y trascendentes. Quería crear un espacio, un rinconcito personal, donde pudiera dejar de ser la mujer seria y cavilosa que soy. Creo que el libro merece la pena y, aunque no estoy en sintonía política con el autor, me ha ayudado a entender lo que ocurre a mí alrededor y a aclarar algunas ideas esbozadas, pero no claras, que tenía en la cabeza.
Confío en no contravenir mucho esa norma que me impuse al abrir el blog y volver al rincón de mis aficiones, ligero e incluso un poco frívolo, que me hace disfrutar y me permite escapar de tanta seriedad y trascendencia.

Este libro es un ensayo de uno de los historiadores que admiro y que leo aunque no corresponde, exactamente, a la época que yo trabajo.
Tony Judt nació en Londres, el 2 de enero de 1948 y ha muerto recientemente en Nueva York, el 6 de agosto de 2010. Historiador, escritor y profesor especializado en Europa y en la época de la II Guerra Mundial y la Postguerra, fue director del Erich Maria Remarque Institute en la Universidad de Nueva York. Fue colaborador habitual de la revista New York Review of Books. Como historiador, pertenecía a la escuela inglesa que combina el rigor de los hechos, la claridad de exposición y el impulso narrativo. Murió tras padecer, durante casi dos años, los devastadores efectos de la enfermedad de Lou Gehrig, o esclerosis lateral amiotrófica. Este libro lo fue dictando en los meses últimos de su vida.
El libro está encima de la mesa de mi habitación de joven (la de casa de mis padres). Es una mesa camilla con un tapete de ganchillo que me hizo mi abuela. El libro está acompañado de un rayo de sol de una fría mañana de diciembre.
Tiene 220 páginas y el título hace referencia a la idea del autor de que hay “algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy” (p. 17), haciendo referencia al estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea.
Judt se considera un socialdemócrata (representó el compromiso entre la aceptación del capitalismo y la democracia parlamentaria y la atención de los intereses de amplios sectores desfavorecidos de la población) que defiende y cree “en la posibilidad y en las ventajas de la acción colectiva para el bien común” (p. 20). Defensor, por tanto, del Estado del bienestar, considera que la izquierda está en crisis y que para que se la vuelva a tomar en serio “debe hallar su propia voz” (p. 23).
Los seis capítulos que estructuran el libro son una auténtica guía para perplejos (es decir, para dudosos, inciertos, irresolutos, confusos), tal y como recoge en la introducción. Empieza con, “Cómo vivimos ahora”, continúa con “El mundo que hemos perdido”, “La insoportable levedad de la política” y concluye con tres interrogantes “¿Adiós a todo esto?”, “¿Qué hacer?” y “¿Qué nos reserva el porvenir?”.
La idea de Judt es que, puesto que el pasado está mejor iluminado que el futuro, se ha de recordar los logros del siglo XX y las consecuencias que probablemente tendría su desmantelamiento, para así comprender cómo vivimos ahora y qué podemos hacer de cara al futuro.
Para el autor, Gran Bretaña y Estados Unidos han superado a cualquier otro país en “desmontar, a lo largo de treinta años, décadas de legislación social y supervisión económica”. Como consecuencia se ha favorecido a los más ricos. En 2005, el 21,2 por ciento de la renta nacional estadounidense estaba en manos de sólo el 1 por ciento de la población (p. 27) y los niños nacidos en estos países, a diferencia de sus padres y abuelos, tienen “pocas expectativas de mejorar la condición en la que nacieron” (p. 28). Por ello, no importa lo rico que sea un país, sino lo desigual que sea. Estados Unidos gasta grandes sumas en sanidad, pero su esperanza de vida sigue estando por debajo de la de Bosnia y sólo es un poco mejor que la de Albania.
Judt explica, respecto al mundo que hemos perdido, que los “desastres sin precedentes” que se produjeron entre las dos guerras mundiales (p. 51) fueron enfrentados y resueltos por la socialdemocracia y el Estado del bienestar “que vincularon a las clases medias profesionales y comerciales a las instituciones liberales tras la II Guerra Mundial”. Para el autor es muy importante esta vinculación porque fue “el temor y la desafección de la clase media lo que había dado lugar al fascismo”. Se logró gracias al “universalismo”. En vez de hacer depender los beneficios de la renta, a la clase media se le ofreció “la misma asistencia social y servicios públicos que a la población trabajadora y a los pobres (…). (…) con tantas necesidades cubiertas por sus impuestos, al llegar a la década de 1960 la clase media tenía mucha más renta disponible que en ningún otro momento desde 1914” (p. 60).
Reflexiona a continuación sobre el fracaso de la izquierda. Para el autor la tradicional asociación de la izquierda con el proletariado urbano se empezó a romper en el trascurso de la década de los 50 porque ese proletariado se fragmentó y redujo. La vieja izquierda ya no podía depender de las comunidades de la clase trabajadora porque cada vez representaba un porcentaje menor de la población. La nueva izquierda, como empezó a denominarse en aquellos años, era diferente. Su base mayoritariamente fueron los jóvenes de los años 60 y lo que unió a esa generación no fue el interés de todos, sino las necesidades y los derechos de cada uno.
El “individualismo” se convirtió en la consigna izquierdista y la “política se convirtió en un agregado de reivindicaciones individuales a la sociedad y el Estado. La “identidad” empezó a colonizar el discurso público: la identidad individual, la identidad sexual, la identidad cultural (…)” (p. 91). Dar prioridad a las reivindicaciones de los individuos generó el debilitamiento de un propósito común, lo que quedaba era el subjetivismo de los intereses y deseos individuales, medidos individualmente. A su vez esto desembocó en un relativismo moral y estético.
Y DE AQUELLOS POLVOS VIENEN ESTOS LODOS: Se ha santificado a los banqueros, corredores de bolsa, inversores, nuevos ricos y cualquiera que tenga acceso a grandes sumas de dinero. Aún que muestren una clara incompetencia, siempre habrá un economista que desde una posición de autoridad intelectual indiscutida, afirmará que sus actos son útiles socialmente y que no deben ser sometidos al escrutinio público.
La desintegración del sector público ha provocado la dificultad para comprender qué tenemos en común con los demás. Eso puede generar, lo que el autor llama “déficit democrático”, si se extiende la desmovilización política y el desinterés hacia los actos de gobierno (pp.130-131).
Los socialdemócratas tienen un discurso agotado: han perdido el idealismo de su origen, ha desaparecido el desafío autoritario que procedía de su izquierda y estaba representado por el bloque socialista y ha ido empalideciendo el atractivo de unos costosos Estados del bienestar que siempre defendieron.
LA IZQUIERDA BUSCA SU VOZ…
¿QUÉ HACER? “Necesitamos personas que hagan una virtud de oponerse a la opinión mayoritaria. Una democracia de consenso permanente no será una democracia durante mucho tiempo” (p. 151). Un círculo cerrado de opiniones o ideas en el que nunca se permite ni el descontento ni la oposición pierde la capacidad de responder con energía e imaginación a los nuevos desafíos.
De hecho existen muchas “fuentes de disconformidad” que no se deben dejar en manos de especialistas políticos ni de instituciones degradadas, ya que dichos políticos son los responsables del dilema. Hay que comenzar en otro sitio porque la distancia producida entre la naturaleza intrínsecamente ética de la toma de decisiones públicas y el carácter utilitario del debate político, es lo que ha provocado la falta de confianza en los políticos y la política.
¿QUÉ QUEREMOS? De todos los objetivos, el prioritario es reducir la desigualdad, si se sigue siendo grotescamente desiguales, perderemos todo sentido de fraternidad, condición necesaria de la política (p. 176). Es necesario replantear la cuestión de la “utilidad” y, por tanto, de la eficiencia y la productividad económica, no olvidando las consideraciones éticas y los objetivos sociales amplios. Hemos de volver a recordar cómo hablar de los problemas de la injusticia, la falta de equidad, la desigualdad y la inmoralidad. Hay que articular las objeciones a nuestra forma de vida, mirar críticamente nuestro mundo y si pensamos que algo está mal, debemos actuar en congruencia con ese conocimiento (p. 220).
SI A ALGUIEN LE RESULTA ÚTIL ESTE RESUMEN, O SE ANIMA A LEER EL LIBRO DE UN HISTORIADOR COMPROMETIDO, estaré contenta de saltarme, como es habitual en mi, las normas (incluso las que yo misma me marco).