Después de un duro día de trabajo, andaba yo pensativa… y me dio por reflexionar sobre lo que significa para mí nadar…
Voy varios días a la semana a la piscina municipal, me enfundo mi bikini negro con algún toque de color y, sobre las 8 de la mañana, nado un kilómetro setecientos metros en algo más de 45 minutos. Cualquiera que esté al corriente de las marcas o que siga campeonatos u olimpiadas por televisión sabrá que no es un récord, sino más o menos la velocidad a la que una persona camina por el borde de la piscina siguiendo al nadador. Setenta largos, básicamente en mi elegante y fácil crawl (modestia al margen) que alterno con espalda y braza (la más recomendable para mantenimiento, pero también la que más me aburre).
Por las calles, a derecha e izquierda, me suelen flanquear mujeres de la tercera edad enviadas por sus médicos a una suerte de flotación paliativa, a veces desesperante si te toca nadar a su lado... También suele haber algún joven fornido que te patea o te da manotazos a la mínima oportunidad pero que me alegra la vista cuando descanso después de alguna serie rápida. Alguna joven nadadora, pocas, me acompaña en algunas ocasiones doblándome, y humillándome, cada pocas calles. En general tengo suerte de ser la nadadora más rápida de mi calle.
Mientras nado voy pensando en mis cosas, pero procurando llevar la cuenta de los largos de piscina; si me equivoco o dudo contabilizo a la baja, con lo que a menudo nado más de lo que me he propuesto. Nadar podría ser una metáfora de la vida, como nadar rápido y sin constancia podría serlo de la juventud: al principio entras (en la vida, en la piscina), y al final sales. Bueno, en medio está la piscina, el mundo, nadar, esto es lo que hay, uno solo en su calle, acompañado a distancia por otros iguales, pero no idénticos, a ti. O sea el camino a Itaca pero por agua.
Quizás hayáis leído el relato de Cheever, “El nadador”, o la película basada en él, con un Burt Lancaster que va recorriendo las piscinas de sus amigos y vecinos, regresando a casa desde una fiesta resacosa, apenas quince maravillosas páginas. Es una película tristísima; al comienzo luce el sol, al final llueve, al principio es una mañana de verano y sus vecinos le reciben encantados; al final una desapacible tarde otoñal y con propietarios ariscos. Metáfora de la vejez?.... de la vida mal nadada o mal llevada?............
Me gusta mucho nadar, cuando me pongo el gorro, las gafas, los tapones en los oidos... y me lanzo al agua, la sensación de estar en otro medio, que no es el habitual, es tan real que, a veces, me asusta.
ResponderEliminarA mí me encantaba nadar, pero he tenido que dejarlo. Ahora camino, pero echo de menos el agua.
ResponderEliminarNo conozco la película, me la apunto.
Un abrazo
Desde hace más de una década, te imito en lo que cuentas y cuentas bien en esta entrada. No llego a nadar la distancia que tú alcanzas, pero sí lo hago cada día (eh, alguno fallo: mercado , que hay invitados; acompañamiento, de alguno de mis hijos; mocos, que no aconsejan mojarse más de la cuenta...), aunque menos tiempo (dispongo de media hora máximo) y menos metros (alrededor de mil). Aparte de la tonificante sensación, el ritmo del proceso es como un mantra que hace fluir las ideas, los versos, los pendientes (¡horror!)...
ResponderEliminarEnric, estás nadando por los entresijos del blog ehhh... Pues sí, me alegro de compartir esta rutina, hoy me tocaba nadar antes de ir a clase y ya llevo unos días que coincide un rayo de luz que justo cae en mi calle, que sensación tan estimulante, cerrar los ojos y ser bañada por agua y luz... he pensado en escribir algo, pero ando liada con el "perro".
ResponderEliminarUn abrazo.