viernes, 26 de junio de 2015

AGOTA KRISTOF, La analfabeta.

La lectura de Claus y Lucas, que reúne tres novelas editadas de forma separada y reunidas en este volumen, me impresionó de tal manera que tenía previsto leer alguna obra más de esta autora, muy poco prolífica en todo caso. La primera frase de esta obra, recogida en un pequeño artículo en la prensa: Leo. Es como una enfermedad, me perturbó porque me vi reflejada en ella más allá de lo que significara para Agota y de lo que significa para mí.


La analfabeta está formada por breves textos, a modo de redacciones como dice la autora, que dan un total de 35 páginas. En la edición que he leído viene precedida por un interesante prólogo de Josep Maria Nadal Suau.

Agota exiliada en Suiza, trabajaba en una fábrica de relojes y su pequeña hija se quedaba en la guardería del trabajo donde le hablaban en francés…
Por la noche, vuelvo con mi hija. Mi niñita me mira con los ojos como platos cuando le hablo en húngaro.En una ocasión se puso a llorar porque yo no la entendía; en otra ocasión, porque era ella la que no me entendía.Cinco años después de haber llegado a Suiza, hablo francés, pero no lo leo. Me he convertido en una analfabeta. Yo, la que sabía leer cuando tenía cuatro años (56).
Sobre la autora escribí en la indicada reseña.


De Agota Kristof admiro su valentía al afrontar una vida que confiesa infeliz y que la convierte, amargamente, en una analfabeta:
No he escogido esta lengua. Me ha sido impuesta por el destino, por la suerte, por las circunstancias.Estoy obligada a escribir en francés. Es un desafío. El desafío de una analfabeta (57).
Su debate interno lo comprendo porque yo también vivo entre dos lenguas, una de ellas con una carga identitaria que se ha manifestado de forma exacerbada en los dos últimos años. Me disgusta profundamente que se convierta una lengua, o cualquier otro aspecto cultural, en señas de identidad nacional con las que no me identifico (quienes me conocen saben de mi vocación cosmopolista y anacional), de tal manera que una lengua que acepté de buen grado y que me preocupé por hablar, ahora me genera rechazo y me provoca un debate interno para librarla de la carga ideológica con que la han convertido en imposición. No es este el tema y prosigo con la reseña.

La pobreza de la adolescencia de Agota la condujo a un internado socialista a los catorce años porque su madre no la podía mantener, ni a ella ni a sus dos hermanos. Un matrimonio, al que no le dedica apenas una referencia, la convirtió en madre a los veintiún años y la condujo a la decisión de huir de Hungría por motivos políticos. Su única compañía en este periplo de desgracias eran las palabras, las historias que escribía y los libros.
¿Cómo habría sido mi vida si  no hubiera dejado mi país? Más dura, más pobre, pero también menos solitaria, menos rota; quizá feliz.De lo que sí estoy segura es que hubiera escrito lo que fuera en cualquier lengua (47).

Sus historias están escritas con un cuidadoso lenguaje, pero con un tono tan escueto y desnudo que nos transmite una sensación de vacío inconmensurable. Un vacío forjado en el hambre, el totalitarismo, la falta de libertad y, para liberarse de todo ello, el desarraigo, la pérdida de su pertenencia a un pueblo, el desierto social y cultural y la infelicidad. Un testimonio tan verdadero que es imposible no apreciar a esta mujer de rasgos cincelados y sobrios que nos mira desde una distancia inmensa y cercana a la vez.

viernes, 19 de junio de 2015

ANDRZEJ STASIUK, El mundo detrás de Dukla.

Leyendo un excelente libro del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre, encontré la referencia de dos escritores de su país que reflejaban en su narrativa la incertidumbre provocada por el miedo y la facilidad con la que se extiende. Dice Bauman que en la actualidad el miedo se ha instalado dentro de nuestras sociedades y satura nuestros hábitos diarios. Con la creciente deslegitimación de los sistemas de defensa colectiva (como los sindicatos y otros instrumentos de negociación colectiva) se ha dejado en manos de los individuos la búsqueda, la detección y la práctica de soluciones individuales a problemas originados por la sociedad. La mayor parte de los miedos son fantasías exageradas y distorsionadas por los políticos. En un momento en que las grandes ideas han perdido su credibilidad, el miedo a un enemigo fantasma (por ejemplo gitanos nómadas o inmigrantes sin techo) es lo único que les queda a los políticos para mantener su poder.
Pero hoy no toca hablar de Bauman sino de Andrzej Stasiuk y un mundo que gira, a lo largo de sus  191 páginas, alrededor de la localidad de Dukla en el sur de Polonia.


Andrzej Stasiuk nació en Varsovia en 1960. Es poeta, ensayista, crítico literario, militante pacifista y gran viajero. Vive desde hace unos años en las montañas al sur de Polonia (¿cerca de Dukla?), donde cría ovejas y llamas. No he podido encontrar más información sobre él en castellano.

El mundo detrás de Dukla (1997) fue publicado en 2003 por mi editorial favorita, Acantilado. En su primera página nos advierte el autor con qué nos vamos a encontrar, no debemos esperar una trama en el sentido convencional de la palabra y sí un conjunto de reflexiones existenciales en las que la luz tiene gran protagonismo. Un lenguaje extraordinariamente bello y casi poético.
Es domingo, la gente todavía duerme, por eso no debe existir trama alguna en este relato, porque ninguna cosa debe ocultar otras cosas cuando nos encaminamos hacia la nada, hacia la convicción de que el mundo es tan sólo una incidencia momentánea en el fluir de la luz (p.7)
Y es que el autor está enamorado de la luz, de sus infinitas posibilidades cromáticas y existenciales:
Desde hace tiempo me parece que lo único que vale la pena describir es la luz, sus variedades y su eternidad. Los actos me interesan en un grado mucho menor. Los recuerdo poco. Se enhebran en cadenas casuales que se quiebran sin razón aparente y comienzan sin causa, sin avisar, para romperse de nuevo (p. 26).
El amanecer inspira aire en los pulmones y cada expiración lo vuelve más claro. (...) La luz adquiere la tonalidad de la plata líquida. Es pesada. Se derrama a modo de horizonte pero no ilumina la tierra (p. 9-10).
Estamos ante una declaración de principios que conviene no olvidar mientras transitamos por sus páginas, desorientados al principio, prendados de su lirismo después, sorprendidos al final. La luz es la única guía en ese deambular en el que el narrador rememora, veintitantos años después, su infancia y adolescencia en Dukla, una  localidad sumida en la inexistencia casi, en las incertidumbres y en los miedos existenciales de la sociedad actual. Estamos en el límite entre la banalidad de lo cotidiano y la enajenación (p. 60), un límite tan estrecho como un cabello.


La presencia del frío y de la nieve toma forma, poética, a través de sus impresiones casi fotográficas:
No pudimos escapar de esa blancura; arrojaba detrás de nosotros puñados de su materia nívea (…). Las colinas, las casas, el agua, las nubes, poseían la nitidez de una fotografía inhumana. En este paisaje, los pensamientos sonaban a música mecánica. Se podían ver, se podían oír, pero su sentido se revelaba siempre tan malicioso como el eco de un pozo (p. 13).
Va y viene del paisaje a un amor infantil, a sus abuelos, a un tiempo de cambio político que parece estancado en cierta manera en Dukla, porque…
El mundo está lleno de detalles que dan origen a historias (p. 104).
Y es que Dukla es como un agujero mental en el alma (…) Dukla repleta de un espacio en el cual nacen las imágenes y nos atrapa el pasado (p. 105). Un lugar en el que, quizás, fuera posible olvidarse del futuro y aspirar a fabricar nuestra propia luz, almacenarla y gozarla en un tiempo indefinido e inexistente. Porque eso es el mundo, lo demás es una locura formalizada o la historia de la humanidad (p. 132). La razón tan solo es la llama de una cerilla al viento, el cuerpo confirma su existencia palpando su propia piel y quizás podamos llegar a distinguir lo vivo de lo muerto, y poco más (p. 185).


Un aviso para navegantes que deseen adentrarse en este mar de incertidumbres que teje Stasiuk con una finura en la palabra que nos desarma aquí y allá, la lectura de esta obra no es fácil, pero no porque su lenguaje sea complejo o su narración enrevesada, su dificultad estriba en saber dónde nos metemos y mantener nuestra atención siempre alerta para seguir ese mundo amenazado por la inexistencia que es Dukla.

viernes, 12 de junio de 2015

ANDRÉ GORZ, Carta a D. Historia de un amor.

Tenía cerca este libro desde 2008, fue un regalo pero no para mí. Leí a Gorz cuando estaba en la Universidad y una de mis grandes preocupaciones, que se ha mantenido hasta la actualidad, era la ecología.


Carta a D. Historia de un amor tiene 110 páginas en una edición de reducidas dimensiones y letra grande. Después de tanto esperar me la leí en un día, un sábado lleno de luz y de tiempo para leer entre tareas domésticas, compras de sábado y copa de cava en mi bar favorito del barrio. La carta está escrita a Dorine Keir en 2007, año en el que ambos decidieron suicidarse.

André Gorz nació en Viena en 1923. Filósofo y periodista, fue cofundador de Le Nouvel Observateur y evolucionó del marxismo a la ecología política a partir de mayo del 68 francés.



Esta Carta a D. resulta ser un testimonio tierno, valiente y difícil de un hombre público que nunca había reconocido la importancia que tenía su pareja para él. De hecho la parte más dura de este hermoso testimonio es cuando se pregunta por qué le dedicó unas líneas, a mediados de los años cincuenta, en las cuales hablaba de ella como de una chica que inspiraba lástima y que si se producía una separación sería más insoportable para ella que para él. Unas líneas que él mismo califica de venenosas y que no reconocían el papel que tuvo Dorine Keir  para que él llegara ser él mismo.
La carta tiene una finalidad explícita: 
Te escribo para comprender lo que he vivido, lo que hemos vivido juntos (p. 9). Resulta ser una confesión tierna y largamente postergada: Tú me enseñaste que el placer no es algo que se tome o se dé, sino una forma de darse y demandar la propia donación del otro (p. 13).
Transitando por sus páginas vamos vislumbrando un amor que es la fascinación recíproca de dos personas en su aspecto más inefable, menos socializable y más reacio a los papeles y las imágenes de sí mismos que la sociedad les impone… (p. 30).
Contigo, podía dar vacaciones a mi realidad (…) (p. 30).
Amando a Dorine, podía él ausentarse del mundo y de sí mismo (p. 43), porque le descubrió la riqueza de la vida que amaba a través de ella. Las circunstancias de mayo del 68 les permitieron vivir cerca de “existencialistas”, gente decidida a cambiar de vida sin esperar nada del poder político y poniendo en práctica otro modo de vivir.

Su descubrimiento de la importancia de la naturaleza le llego de la mano de Dorine en un momento en que por su edad, alrededor de los sesenta años, uno se pregunta qué es lo que ha hecho de su vida y lo que habría querido hacer de ella. Se da cuenta de no haber vivido la vida, de haberla observado a distancia, de ser pobre como persona, se da cuenta de que Dorine había sido más rica que él por haberse desarrollado en todas sus dimensiones y estar bien asentada en la vida (p. 105).

Su marcha al campo y su manera de afrontar la enfermedad de Dorine (esencialmente la forma en que ella lo hizo), le condujo a concluir que la vida se debe vivir plenamente en el presente y con especial atención a la riqueza en que consiste nuestra vida en común (p. 108).
Quizás el fragmento más bello de esta carta es esta declaración de amor:
Recién acabas de cumplir ochenta y dos años. Y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca. Hace poco volví a enamorarme de ti una vez más y llevo de nuevo en mí un vacío devorador que sólo sacia tu cuerpo apretado contra el mío (p. 109).
La carta concluye reafirmando que a ninguno de los dos nos gustaría tener que sobrevivir a la muerte del otro (p. 110). En 2007 André Gorz se suicidó junto con su esposa en su casa de Vosnon, en Francia.


viernes, 5 de junio de 2015

BOHUMIL HRABAL, Trenes rigurosamente vigilados

Hace ahora un año leí La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo y me supo a poco, creo recordar que Marcelo Z me recomendó esta obra y la compre con la intención de leerla enseguida. Otras lecturas se han cruzado en mi camino y ha sido la primavera la estación que me ha vuelto a conducir a Hrabal. Cada lectura tiene su momento porque tiene que encajar en un propósito sin programar que me conduce por vericuetos, que parecen confusos, pero que se revelan coherentes para comprender(me) y pensar. El propósito siempre es desentrañar la vida demorándome en narraciones de otras vidas que, siendo ficticias, contienen la realidad de la perdurabilidad que me puede salvar de las vivencias fugaces, repentinas y pasajeras, que acortan la vida que merece la pena vivir.

Trenes rigurosamente vigilados tiene 119 páginas en las que está incluida una breve presentación de Monika Zgustová que concluye en la página 13. El título hace referencia a los trenes que los alemanes vigilaban rigurosamente por la importancia de su carga, durante la ocupación de Checoslovaquia, en la II Guerra Mundial.


Sobre el autor ya hablé en la mencionada reseña, así que no me repetiré en esta.

Dice Zgustová que Hrabal identifica a sus personajes consigo mismo, y se reconoce a sí mismo en ellos, gente corriente, gente de la calle, a menudo personas marginadas. Dice también que sus obras están cargadas de ironía y que el centro de sus narraciones es el hombre corriente, a quién considera un héroe. Y, desde luego, Milos Hrma es un héroe despojado de grandes gestos. Su interés principal es ser hombre y poder tener relaciones sexuales con Masa, su amada. En realidad no podrá ser con ella pero acabará siéndolo, oh casualidades de la vida, con Viktoria. Con ella tendrá sexo mientras le inundaba una luz que se hacía cada vez más fuerte, no dejaba de elevarme, toda la tierra temblaba, se oía un retumbar  y un tronar, me daba la impresión de que no salía de mí ni del cuerpo de Viktoria, sino de fuera, que todo el edificio se estremecía hasta los cimientos, las ventanas vibraban… (p. 97). La sintonía entre su primera experiencia sexual y un ataque aéreo hace de ese momento algo especial lleno de un finísimo humor.

Igual que en La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo, Hrabal prefiere hablar de las peripecias personales que de los grandes hechos históricos, no los elude, pero los trata desde la perspectiva personal de un pequeño grupo que gira alrededor de una estación de ferrocarril y de los acontecimientos personales y políticos que acaban protagonizando y que no debo desvelar aquí.

Todo en Hrabal es pequeño e inmenso, todo trasluce humanidad, ternura y compromiso con los débiles, con aquellos que son capaces, en un acto de locura, de tratar de hipnotizar a los soldados alemanes equipados con tanques, que invaden un pequeño país como era Checoslovaquia, para que den media vuelta y se marchen. Ese es el mensaje a los alemanes:

Debíais haberos quedado en casa, sin mover el culo de la silla (p. 118).