GEORGE PRUTENAU
Qué manera
de estar allí, de pie, mirándome, con ese ligero y blanco vestido mañanero; qué
poética y garbosa aparece su distinguida figura; no es demasiado alta, pero
tampoco es baja, y la cabeza, más que estrictamente hermosa, es atractiva y
picante –en el sentido en que se usaba esa palabra en la época de las marquesas
francesas-, y al mismo tiempo encantadora. Qué suavidad, qué cautivadora arrogancia
rodea esa boca carnosa y no demasiado pequeña. Su tez es tan infinitamente
delicada, que por doquiera se traslucen las venas azuladas, incluso a través de
la muselina que cubre el brazo y los senos. Y el rojo cabello –sí, es rojo, no
rubio ni dorado-, que manera tan formidable de ensortijarse, de qué modo
demoníaco y delicioso a la vez juguetea alrededor de su nuca. Sus ojos se
clavan en mi como dos rayos verdes –sí, son verdes esos ojos, de una violencia
indescriptible-, son verdes, pero de un verde similar al de las piedras
preciosas, como los profundos e insondables lagos de montaña.
LEOPOLD VON
SACHER-MASOCH, La Venus de las pieles.
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